Es la noche del 19 de julio de 1979. En las montañas de la zona norte de Morazán truenan los morteros y sale humo, pero no de incendios ni ajusticiamientos, sino que estruendo y humo de petardos y de hogueras que celebran, como si fuera propia, la fiesta que en Nicaragua apenas comienza.
Allá, ese día, las columnas guerrilleras del Frente Sandinista para la Liberación Nacional entraron en Managua, la capital de ese pobre país, apoyadas por el pueblo, para consumar la derrota de Anastasio Somoza Debayle, para consumar el triunfo de la revolución sandinista.
En El Salvador, donde muchos andaban buscando también un triunfo similar, los vasos comunicantes entre los sandinistas y la incipiente guerrilla salvadoreña ya habían cruzado casi todo el país, de punta a punta. En el oriente aguantaron el calor de esas ciudades, se escondieron de los cuarteles y huyeron de infinidad de persecuciones. Aguardaron por años para que el pensamiento y los planes maduraran, fluyeran, cuesta arriba, sobre la calle negra.
Hasta que todo fue propicio, y los vasos comunicantes llegaron donde Andrés Barrera, un hombre al que la mañana del 20 de julio lo cogió desvelado y festejado en una hamaca, larga como él, hasta donde llegaron dos jóvenes, que le conocían, para molestarlo. Uno de ellos se llamaba Pancho.
—Estos catequistas son jodidos –le dijo Pancho a su acompañante-. Han amanecido desvelados ahora porque anduvieron haciendo fiesta anoche. Andrés Barrera se recompuso, miró serio a los dos visitantes, con dos ojos que de claros en ese momento no tenían nada, y adoptó una guardia que le exigía el guerrillero que ya llevaba adentro: ese al que llamaban con el seudónimo de Felipón, los que le sabían las andadas. Y quienes conocían esa otra cara, tenían que andar en lo mismo, porque de lo contrario no podían ser otra cosa más que orejas, informantes del ejército. Pancho y su amigo no caminaban por los mismos senderos de la guerrilla, y por eso se puso en guardia Felipón, porque Morazán sudaba desconfianzas.
—¿Allá andabas vos, pues? – preguntó Andrés, serio, intentando zanjar el tema.
—No, pero por ahí dicen que ustedes eran… ¡Esos catequistas son guerrilleros! –soltó Pancho, con una mueca irónica, para la aflicción de Andrés.
Descubierto, Felipón improvisó:
—Mira: por favor, esa broma si la están haciendo en serio, por favor que sea una broma. Porque si van a informar a la guardia, me van a venir a masacrar a toda mi gente aquí, a toda mi familia y a toda la comunidad…
—¡Ya se enojó! –dijo Pancho, riendo-. ¡Son bromas, homb´e! No se enoje.
Pero Felipón quedó enojado, y a finales de ese año se desquitó de Pancho. Le habían encomendado hacer una requisa de armas, y como sabía que el muchacho portaba una, hasta su casa lo fue a buscar. Cuando Pancho se dio cuenta de que la cosa iba en serio, dejó de decir que no tenía el arma y se la entregó. Con todo y municiones.
—O te organizás o te calmás, y dejás de andar hablando tonteras. La cosa así es: ahora ya se descubrió esta cuestión y ahora no hay de otra: los que están con los pobres ya se va a ver, y los que están con los ricos, la fuerza armada y las autoridades represivas también ya se va a ver. Así que ahí ves de cuál lado te vas, porque hoy sí ya se descubrió esta cosa.
Tras las masacres de El Mozote, Andrés Barrera compuso una canción en honor a las víctimas y fundó el grupo musical Los Torogoces de Morazán
* * *
Andrés Barrera no era el único guerrillero en La Guacamaya, ni en el municipio de Arambala, ni en el de Jocoaitique, ni en Joateca, ni en Perquín ni en Torola, ni en San Fernando, ni en Meanguera… Andrés Barrera era uno de cientos de campesinos que se habían ido formando por tandas, desde 1972.Todos eran hombres que bajaron de las montañas para recibir unos cursillos impartidos por unos catequistas católicos que se habían instalado en el departamento de San Miguel.
Andrés Barrera, eso sí, no había sido el primero en irse de La Guacamaya para recibir la palabra de Dios, los cursos de primeros auxilios, las inducciones sobre igualdad social, los cursos de organización clandestina, y el uso de armas. Todo por etapas, todo enseñado por diferentes profesores. La palabra de Dios, los primeros auxilios y las lecciones sobre igualdad social u organización comunal era enseñanzas de los curas. “Lo otro lo venían a enseñar unos compas con más trayectoria”, recuerda el primero de La Guacamaya que se fue a recibir esos cursos, en 1972. Su nombre es Tereso de Jesús Márquez, amigo y vecino, en esa época, de Andrés Barrera.
Campesino y sin estudios –apenas tenía segundo grado- Tereso se emocionó con la lectura bíblica, con las clases en las que aprendió a inyectar y con unas palabras que en la cabeza le revoloteaban como mariposas libertarias: igualdad, derechos, igualdad, derechos…
Cuando regresó a La Guacamaya, semanas después, rápido convenció a uno de sus mejores amigos, y entonces Andrés Barrera también quedó sintiendo las mismas mariposas locas en la cabeza.
Con el tiempo, Andrés Barrera se convirtió en encargado, en La Guacamaya, de una de las primeras células guerrilleras de lo que después sería el Ejército Revolucionario del Pueblo, que comandaba el frente de guerra en Morazán. Tereso, convertido en “Quicón”, vagó por todos los cerros haciendo lo mismo que alguna vez hizo Jesús de Nazaret, con la diferencia de que él, cuando salía a pescar más hombres para la causa, siempre iba acompañado de dos escoltas y una carabina.
Tereso de Jesús Márquez fue uno de los primeros campesinos “catequistas” del cantón La Guacamaya, que luego de recibir cursos de orientación cristiana y de primeros auxilios se convirtió en guerrillero.
***
Las aventuras de Quicón y Felipón fueron aventuras de guerreros clandestinos hasta que la guerra, injusta, se las cobró bastante caro.Contrario a cualquier lógica conocida por Andrés y Tereso, el ejército les demostró que podía darles grandes sorpresas. Nunca se imaginaron ellos, ni nadie, que las familias que no lograron huir del campamento ubicado en La Guacamaya serían asesinadas de manera salvaje por los soldados, el 11 de octubre de 1980, un año antes de todas las masacres de El Mozote.
El operativo militar había arrancado en Perquín, en la cumbre del departamento, y luego bajó por Torola, se metió por El Rosario, cruzó la calle negra, y se metió en La Guacamaya, de donde no habían logrado salir todos.
Ese día, Felipón, como encargado del campamento, movilizó a toda la gente hacia el río Sapo, para esconderla ahí. Entre el grupo iban su esposa, Maclovia Márquez; y su suegra, Heriberta Márquez. Iban también todos sus hijos, que sumaban nueve, más uno que todavía no había nacido.
Por este último, Maclovia detuvo la marcha, y le dijo a Andrés que hasta ahí llegaba, hasta la primera cumbre que la alejaba de La Guacamaya. “Yo ya no aguanto caminar”, le dijo, mientras se colocaba la mano derecha en la cadera, que sostenía una panza que ya casi le reventaba.
Andrés, indeciso, fue vencido por las responsabilidades de Felipón, que tenía que proteger a las familias del campamento, compuesto por unas 300 gentes. Entonces aceptó que se quedaran atrás su mujer, su suegra, y sus cinco hijos pequeños, que andaban entre los 11 años y los 17 meses, más el que estaba por nacer. Los más grandes, los más jóvenes, se quedaron con su padre.
A los días de esa primera masacre, Andrés Barrera regresó a La Guacamaya, y en el lugar donde asesinaron a su mujer, a su suegra y a sus hijos solo encontró un sostén. “Estaba empapado de sangre, todavía húmedo. Y un codito de un niño. Fueron los que logré enterrar, al lado de donde me los habían enterrado unos compas”.
Entre la gente que logró huir iba Tereso de Jesús, junto a la mayoría de sus familiares. A Tereso también le mataron una tía, hermana de su papá, que aceptó quedarse para cuidar a su hija, y a los hijos más pequeños de su hija, que, embarazada, ya no aguantó el paso del campamento. “Maclovia era mi prima”, dice, entre sollozos, con la voz quebrada, Tereso de Jesús Márquez.
Ahora ni la cólera que les provocó tanta muerte, que los estimularía durante 12 años para guerrear con más fuerza, los consuela del todo. Ganó el país, dicen, ganó la paz, ganó la democracia. Pero a costa de un gran sacrificio que duele, dicen, sobre todo porque no hay justicia ni para sus inocentes ni para los de los demás, que pagaron por ellos, ellos que hasta ya perdieron aquella esperanza que les decía, al oído, que todo iba a cambiar.
—Fueron heridas un poco... que no tan luego se pueden cicatrizar... Yo me alegro cuando veo gente que a diferencia de cómo las conocí… y ahora con los buenos carros, buena casa… Y todo eso gracias a esta revolución que se hizo, que costó un precio alto de sacrificio y de sangre. Por lo menos algotros no quedamos tan fregados –dice Felipón, mientras sonríe, con una mueca irónica que le nace en el labio superior, rompiéndole las arrugas.
Tras la masacre de La Guacamaya, en octubre de 1980, Felipón y Quicón siguieron con sus andanzas. Quicón buscó entre los caseríos a más guerrilleros, hasta que en enero de 1981 llegó a El Mozote, donde nunca consiguió uno solo, apenas algunos colaboradores. Entre estos, uno que se llamaba Marcos Díaz, que era comerciante, que había sido soldado, y que colaboraba con ambos bandos, porque los colaboradores respondían a las órdenes de los colaborados.
A dos cosas llegó esa vez Quicón: a hacer lo que ya bien sabía, y a despedirse, obligado, de una tía. Esa vez, Clementina Argueta le dijo a Tereso: “¡Ya no vengás, ya no vengás, que por tu culpa nos van a matar!”. Enmudecido y triste, sin poder defenderse, Tereso le dijo adiós a Clementina, a su tío Cesáreo y a su prima Hilda. 11 meses más tarde, el 11 de diciembre de 1981, morirían masacrados todos ellos, más otro primo llamado José, y los tres hijos, niños todos, de Hilda.
La despedida que Felipón le dio a El Mozote tuvo que ver más con la lejanía, los disparos, las montañas y el humo. La célula guerrillera de La Guacamaya se había desplazado hacia un lugar llamado Las Pilas, cuando se enteró del operativo que realizaría el Ejército en toda la zona. Las Pilas es una cumbre ubicada en una dirección opuesta a otra cumbre, desde donde Juan Bautista, que huía del caserío El Hormiguero, del cantón La Joya, observaba lo mismo que el guerrillero Felipón.
—De ahí divisábamos para el llano, para toda esa zona. Se oía la tirazón y se veían las humazones de las casitas. Por donde quieran se miraba las humazones de esos cerros.
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